Me levanto del suelo. La lluvia se derrama sobre mi rostro, llorando conmigo, tocando una suave melodía sobre el pavimento. La noche es helada y solitaria, y mi vestido blanco y empapado apenas me sirve para cubrirme. Pero no siento frío; no siento nada.
Mis piernas de bailarina se deslizan como autómatas por el oscuro callejón, y entonces atisbo la luz. La casa está vacía y taciturna, salvo por el sutil crepitar del fuego en la chimenea. Recorro cada pasillo, cada habitación. El olor a recuerdos invade mis pulmones. Cada cosa está en su lugar, tal y como las dejé cuando partí, excepto por el bullicio. No hay risas ni murmullos, no hay voces ni ruido, solo el eco de la vida que retumba entre los muros.
Y es entonces cuando la encuentro, inmóvil y taciturna, sentada sobre la vieja mecedora con la vista puesta en la ventana cerrada. Me acerco con cuidado de no asustarla y me agacho junto a su oído. Una lágrima teñida de negro se resbala por su mejilla de porcelana.
- ¿Dónde están todos?- pregunto en un susurro.
- En tu funeral.
(Hace mucho que no se sabe de ti)
ResponderEliminarUn texto que me ha embrujado,
como todos.
Hermoso =)
ResponderEliminarMe gustó, no esperaba ese final. Simple, con las que, creo yo, buenas descripciones. En fin, agradable.
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