lunes, 9 de enero de 2012

El Tiempo que ya no nos queda

Dylan cerró los ojos y agachó la cabeza un instante. El parque parecía diferente a la luz de la tarde. Sin estrellas, sin luna llena, sin la magia que le llenaba los pulmones cada vez que hablaba. Sin embargo, podía sentirlo ahí mismo, rozándole sutilmente la piel, como una brisa demasiado ligera para refrescarle el rostro. La presencia de April se hacía más fuerte durante aquellos días de primavera, como si brotara de la tierra como una hermosa flor, adornando lo que quedaba del invierno. Dylan suspiró y elevó la vista hacia el cielo de un profundo azul claro. Si tan solo alguien le concediera una oportunidad. Una diminuta posibilidad. La seguiría hasta donde fuera que hubiese ido, retaría a la misma muerte y atravesaría las nubes hasta encontrarla. Y cuando lo hiciera, tomaría su mano como antes, tan firmemente que haría falta la fuerza de mil hombres para separarlos, y flotarían juntos en las suaves brisas de abril, su mes favorito, y el tiempo se anularía para ambos, dejándolos a merced de su amor como único refugio.

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