lunes, 5 de octubre de 2009

Alicia En El Sombrero

Vestida con sus botas de caucho y la bufanda de rayas a juego con los guantes, Ámbar saltaba sobre los charcos de agua que la lluvia había provocado en el silencioso parque. Los columpios de madera se mecían tranquilamente empujados por el viento de la tormenta y el arenero se había convertido en un mohín de pantano sobre el que le hubiera gustado saltar también. El agua que chapoteaba bajo sus pequeños pies rebotaba hasta empapar los rizos cobrizos de su cabellera y Ámbar reía fascinada. Sus carcajadas resonaban en el parque desierto, haciendo eco en los grises nubarrones que descargaban más agua sobre ella, estropeando su abrigo de terciopelo azul.

Ámbar se divertía como nunca lo había hecho. Se mojaba y no le importaba, reía. El parque estaba desierto, a excepción de su aguda risa, no había nadie allí que pudiera mofarse de su inocencia. Sentía cómo poco a poco volvía a ser aquella niña alegre que jugaba entre los charcos de agua y soñaba con descubrir el país de las maravillas.

- ¿Qué haces?

Ámbar se giró para verlo aparecer entre la lluvia, refugiado bajo el amplio paraguas rojo. Era él, el mismo, cubierto por un abrigo negro y un par de guantes tejidos del mismo color. En el transcurso en el que sus miradas se encontraron, una mariposa pudo haber aleteado treinta veces, una nube pudo haberse desplazado 1,15 centímetros y al menos 15 billones de gotas pudieron haber rebotado sobre la grama empantanada. Pero ellos no parecieron notarlo.

- Juego -. Respondió Ámbar acercándose un par de pasos. Él sonrió. Parpadeó un par de veces más y avanzó dos pasos y medio para protegerla de la lluvia bajo su paraguas.

- Vas a enfermarte.

Ámbar negó con la cabeza y giró sobre sus talones haciendo ondear su pesado abrigo. Levantó su pálido rostro para que las finas gotas de agua le acariciaran, como miles de perlas delicadas y transparentes flotando en medio del mar.

- Sabía que te encontraría aquí-. Continuó, siguiéndola con la mirada. Ámbar lo observó contrariada y dejó de intentar atrapar la lluvia con sus dedos-. Aquí te vi por primera vez-. Explicó él paseando la vista por el pequeño parque infantil hasta posar de nuevo sus ojos en ella.

- Traías ese enorme sombrero de copa, intentabas usarlo como paraguas-. Ámbar sonrió ante el recuerdo y se mordió el labio inferior.

- Te hice creer que venía del País Del Nunca Jamás-. Él asintió absorto en sus pensamientos.

Ambos volvieron a observarse una vez más, perdiéndose en la mirada del otro, dejando que la lluvia arrulladora cayera sobre ellos cobijándolos bajo ese manto helado y protector. Tantas personas habían pasado por allí ese mismo día, tantos niños habían jugado sobre los columpios cuando el sol aún les servía como amigo, tantas risas habían resonado en medio de aquella tarde de abril.

Si había algún país De Las Maravillas, no lo sabía con seguridad. Pero aquel parque albergaba sus más preciados sueños, sus recuerdos más felices, los mejores momentos de su niñez. Allí había creído ver alguna vez al conejo blanco agitando su reloj, allí había fabricado sus tartas de pantano para celebrar el no cumpleaños, allí había rebotado sobre enormes hongos rojos. Y allí había conocido a su príncipe azul.

Ámbar cerró los ojos por un momento, sumergiéndose en su pequeño mundo de fantasía, atravesando la amplia ventana sin cristales que dividía su conciencia. La ventana de la fantasía que la invitaba a salir. Entonces se imaginó a ella misma con el pomposo vestido azul, sus rizos cobrizos jugando con la brisa de una tarde calurosa, el cielo regalándole un ocaso de vainilla donde las nubes de crema se derretían para ella. Y allí estaba él, haciendo parte de aquel mundo de ilusiones, invitándola a subir a la rueda de la fortuna con miles de sueños, donde podrían dar vueltas y vueltas hasta caer exhaustos por el cansancio y sumirse en un sueño profundo.

No importaba dónde estuviera, si en el parque o en su mundo de fantasía, él siempre sabía cómo encontrarla.

Ámbar abrió los ojos de nuevo y se encontró con su mirada achocolatada a pocos centímetros de su rostro, tan cerca que podía saborear la dulzura de sus labios azucarados.

- Me gustaría ser Alicia-. Musitó ella volviendo a sentir la lluvia helada sobre su piel. Él sonrió y, besándole la punta de la nariz, susurró.

- Tú siempre serás mi Alicia. Mi Alicia en el sombrero.

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